jueves, 25 de julio de 2013

Curiosa hambre

Allí está, puedo acercarme a ella, puedo tomarla. Su brillo, como el brillo de todo lo que me rodea, me inquieta. Me acerco brevemente para percibirla sin peligro. Apenas cambia el olor inerte del ambiente, es dulce. La rozo. Una corriente me fulmina cada folículo, mientras mi brazo, con la misma rapidez, se aleja. Tardo unos segundos en incorporarme de nuevo. No queda más que acercarme, es el objeto, soy yo. Estamos flotando, como sumergidos en un mar que es incapaz de ahogarme. Vuelvo ante tan particular reflejo, distinto a todo lo que hubiese percibido alguna vez. Con más prudencia que antes, le lanzo una bocanada de aire. Una segunda más fuerte. Una tercera aún más. Nada. Es inmune al viento. Esta nueva conclusión envalentona mi tacto que corre tras él. El movimiento violento de mi brazo provoca una cadena de giros descoordinados, apenas audibles, que terminan antes que pueda digerir el nuevo insuceso. Ahora mi pecho reclama huir con su palpitar descontrolado. Entre mis dedos una masa pálida se ha entremezclado con las uñas. Es suave y su olor es aún más definido, más dulce. Mi saliva se desprende de una lengua sorprendida y mis dientes juguetean con aquella jugosa y minúscula masa que se hace arena hasta desaparecer. Es inofensiva. Pero, ¿cómo no serlo luego de tal ofensa? Cuando descubres el crudo interior de algo, de alguien, sin avisar, no hay una salida distinta a la defensa. Una gota de sangre siempre estará acompañada de una lágrima.

Tomo aquello entre mis manos. Mi corazón late más fuerte. Tiemblo. Con los ojos cerrados, recorro tímidamente cada centímetro de su piel casi resplandeciente y lisa. Equidistantes, dos depresiones arruinan sus líneas. De una de ellas, la más pronunciada, un pequeño palo sale. Intento sacarlo sin éxito. Debe haber dañado, desde sus inicios, el crecimiento uniforme de tan peculiar espécimen. Me molesta tenerlo, sentirlo. Mi temor ahora es un lamento de lo que pudo haber sido la esfera más bella jamás imaginada. Ya no está. Ahora mis tripas gimen. Su olor es más dulce, su color más intenso, su piel más suave. Ajeno a mis miedos, sin memoria, mi boca reclama bocado de aquel noble cuerpo. El tiempo se detiene en un dolor sublime que recorre mi garganta hasta mi lengua. La delgada piel que le recubre se resiste a mi apetito, pero su interior sucumbe. Se deshace en miles de pedazos, cada vez más jugosos y dulces hasta desaparecer. Repito uno, dos, tres. Tras el cuarto descubro su interior más profundo y recio. Lo ignoro. Recorro su circunferencia, de a vez más pequeña, con calma, hasta descubrir por completo su núcleo. Unas pequeñas ventanas dejan entrever, en medio de la luz, oscuridades. Tremenda contradicción, ventanas abiertas para ver tinieblas. Serán moradores de otros mundos que hacían de su hogar lo más maravilloso del universo y yo lo he destruido. Pero la curiosidad y el remordimiento desiste ante la felicidad de mis entrañas. Hasta hoy, mi lengua aun acorrala en mi paladar el recuerdo de aquellos granos divinos.